lunes, 13 de octubre de 2008

palacio de justicia

Después del atentado al palacio de justicia el pasado primero de septiembre, Cali sigue a su ritmo y el centro sigue siendo el mismo como cualquier día normal, como si nunca hubiera pasado nada a pesar de lo ocurrido.

Por: María Isabel Vargas

Son las diez de la mañana y en el centro de Cali todo mundo esta de afán, con ese estrés y velocidad que caracteriza de por si a las ciudades. Las personas pasan caminando rápido como si les hubiera cogido la tarde, las calles están llenas de vehículos particulares y los de transporte publico, que como grandes monstruos se llevan por delante al que se atraviese, van dibujando nubes de humo a su paso que obligan a los transeúntes a llevarse la mano a la nariz por el fuerte olor y de paso tener que escuchar el coro, o mas bien estruendo típico de los trancones que casi deja ensordecido a cualquiera por unos segundos.

Mientras tanto, sobre la carrera diez entre lo que quedo de las instalaciones del palacio de justicia y “drogas económicas”, se encuentra parqueado un jeep y junto a el una mujer gritaba repetidas veces: “¡el seguro, la estrella, Bellavista!”. A pocos metros de ella estan sentados los vendedores con sus frutas y chontaduros, que junto al humo de la calle, el sudor de los trabajadores y el particular hedor de los indigentes, forman una mezcolanza de olores pútridos característicos de esta zona.

Todo parece indicar que es un día común y corriente en este lugar, por lo menos el que va de paso lo diría, almenos que hiciera una pausa entre sus afanes y se percatara que la función del día de hoy es diferente: ha cambiado la ambientación y decoración del escenario al que comúnmente estaban acostumbrados los espectadores. Los personajes son los mismos y también el mismo calor infernal, pero el viento fuerte aparece como si hoy quisiera tener piedad con el señor que camina de local en local implorando por una miserable monedita, porque el estomago no entiende que es tener los bolsillos vacíos.

El palacio de justicia ha sido derrocado, o por lo menos hasta nuevo aviso, por la bomba del pasado primero de septiembre. Se siente atemorizado por la ofensiva acertada de su enemigo por lo cual se ha ordenado el cierre de algunas calles aledañas y a sus alrededores gran cantidad de sus peones uniformados vigilan y cuidan por la seguridad de la institución para evitar otro ataque.

Al otro lado de la calle, en la misma carrera diez frente al palacio, un edificio agoniza en sus cimientos con su cuerpo agrietado, cubierto de plásticos que reemplazaban los vidrios de las ventanas. Las fachadas de muchos locales comerciales de flores, muebles, plásticos y miscelánea se veían como quedan los lugares después de una violenta guerra: destrozados.

-“son 1.300, ¡ah no, perdón! 1.500 una almojábana y un café” le dice amablemente Ángel Aristizabal a un hombre de su clientela mientras le recibe unas monedas y un billete de mil. Ángel es el dueño de “el charco del burro”, local ubicado en el primer piso del edificio mencionado, que junto a los locales vecinos sufrieron grandes perdidas por el estallido de la bomba. Es un hombre alto y joven, con un buso gris, blue jean y apariencia descomplicada, de ojos cafés y mirada penetrante, con ese brillo del que carecen los espectadores pasivos, esos que se limitan a mirar e inclusive a ser parte de la función tantas veces y siguen cayendo en los mismos errores sin reaccionar, sin reflexionar, sin despertar.

Eran las doce pasadas y no tardo mucho en sonar el teléfono para que un amigo de un local vecino lo pusiera al tanto de lo ocurrido, porque algo muy cierto es que las malas noticias son las que primero se saben. Mas tarde, a las 2 y media ya estaba haciendo fila esperando que la policía abriera el paso para dirigirse a su local que lo esperaba con una fuerte bienvenida: daños físicos, pérdida de mercancías, saqueo del negocio y un ladrón asesinado por otro, quedo tirado frente al local.

A partir de ese momento, para muchos empezaba la pesadilla de despedirse de quizás un pasado fructífero, lo que pudo ser, lo que fue, los años de esfuerzo y resignadamente comenzar una etapa de incertidumbre sobre lo que les esperaba en medio de tantas perdidas, deudas y por el otro lado el sueño utópico de recuperarlo todo, créditos y prestamos casi imposibles de obtener, la desconfianza de los proveedores y arrancar desde cero con muchas dificultades, porque dos salarios mínimos no hacen ni cosquillas.

Mientras unos sufrían por la suerte que les esperaba, muchos de los espectadores paseaban por este lugar con esa mirada indolente, como el que mira la película y no se preocupa porque sabe que nunca eso le va a tocar vivirlo, ya que a pesar de que logre conmoverlos por un instante, la mayor cualidad de la mente humana es olvidar. “Esto no es mas que los brotes de la enfermedad, el problema es la conciencia humana que algún día cuando se desliguen del sistema podrán abrir la mente y se van a rebelar” dice Ángel en un tono muy idealista, parecido al de esos locos que quieren cambiar lo que ya no se puede.

Después de un tiempo, el reloj marca las diez y cuarenta de la mañana. En ese momento llega una mujer al local, parece cansada como si hubiera caminado por mil horas, se acerca a saludarlo y el le pregunta:

- ¿fuiste a la caja agraria? ¿Los papeles pasaron?

- No me quisieron dar ninguna información, tampoco me dieron el número de teléfono. Solo me dijeron que volviera a las once y media

- Pero si a esa hora cierran el banco...

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